Durante la segunda mitad del siglo XX, Japón experimentó un notable crecimiento económico, conocido como el «milagro económico». En los años 60, el país se encontraba en un proceso de recuperación post-Segunda Guerra Mundial, impulsado por un ambicioso plan de reconstrucción y modernización. Este esfuerzo se centró en la inversión en industria y tecnología, y fue apoyado por la determinación de los ciudadanos japoneses, llevando a Japón a convertirse en una potencia mundial.
La colaboración entre el gobierno y las empresas privadas fue clave, invirtiendo en sectores como la industria pesada, la electrónica y la tecnología. Empresas como Toyota, Honda y Sony empezaron a ganar reconocimiento internacional, ayudando a cimentar la posición de Japón en el mercado global. La capacidad del país para producir bienes de alta calidad y bajo costo impulsó su competitividad, especialmente en las exportaciones de productos electrónicos y automóviles.
En la década de los 80, la economía japonesa experimentó un crecimiento sin precedentes, alcanzando tasas de expansión de dos dígitos anuales y convirtiéndose en la segunda potencia económica mundial, solo superada por Estados Unidos. Durante esta época, el superávit comercial de Japón se disparó, y tanto empresas como bancos invirtieron enormemente en bienes raíces y acciones, inflando los precios de estos activos a niveles astronómicos. Esta situación creó un círculo vicioso entre el mercado inmobiliario y el mercado de valores.
Entre 1955 y 1989, el valor inmobiliario en Japón se multiplicó por 75, representando el 20% de la riqueza mundial. Los precios de las propiedades en Tokio y sus alrededores llegaron a ser comparables a todos los bienes inmuebles de Estados Unidos. Sin embargo, a finales de los 80, aparecieron signos de agotamiento económico.
El Banco de Japón aumentó los tipos de interés para frenar la inflación y evitar la depreciación del yen frente al dólar. Esto marcó el principio del fin de la burbuja inmobiliaria, con una reducción de precios en algunas áreas de Tokio. En 1990, se desató la crisis: los precios de los activos inmobiliarios comenzaron a caer, llevando a una crisis financiera. Las empresas y los particulares que habían contraído préstamos para comprar propiedades se encontraron con activos que valían menos que sus deudas.
La caída de la bolsa japonesa fue dramática, con el índice Nikkei perdiendo el 63% de su valor en dos años. La crisis financiera se agravó, y la explosión de la burbuja tuvo un impacto devastador en la economía japonesa. Los precios de las propiedades cayeron a nivel nacional, y la crisis reveló niveles significativos de corrupción en todas las esferas de la sociedad japonesa.
Esta situación llevó a una fuerte caída en los ingresos reales de los hogares, lo que redujo el consumo y la inversión. Las empresas, con altos niveles de deuda, no pudieron invertir, y muchas fueron sostenidas artificialmente por el gobierno. Esto generó un entorno económico donde las empresas «zombis» dificultaron la competencia y la creación de empleo.
Los años 90 fueron conocidos como la «década perdida» en Japón, un período que se extendió a 20 años, marcado por la exuberancia y el caos, y dejando una huella indeleble en la historia económica y cultural del país.