Se nos está quedando un feminismo un poco raro en el que cada vez se prohiben a las mujeres más cosas. Si hace tiempo que tuvieron que despedir a las modelos de la F1, ahora serán las creadoras de contenido quienes se encuentren en apuros económicos.
El Parlamento sueco ha aprobado esta semana una reforma que amplía el alcance de su legislación contra la compra de servicios sexuales, incluyendo ahora el contenido erótico personalizado en formato digital. A partir del 1 de julio, pagar por este tipo de material —aunque sea producido de forma voluntaria por adultos— será considerado delito. La medida prevé penas de hasta un año de prisión para quien lo consuma, sin consecuencias penales para quien lo produce.
La norma se inscribe en el llamado “modelo sueco”, en vigor desde 1999, que penaliza exclusivamente al cliente de servicios sexuales, casi siempre hombres, y exime de responsabilidad a quien los ofrece, en su mayoría mujeres. Esta arquitectura legal ha sido defendida por sucesivos gobiernos suecos como una herramienta para combatir la explotación, aunque sus críticos argumentan que reproduce un doble rasero jurídico y moral.
La novedad ahora es que esta lógica se extiende al entorno digital. Cualquier pago por un vídeo personalizado, un chat erótico o contenido similar podría ser considerado delito, según la nueva definición de “compra de actos sexuales”. Además, la reforma incluye una ampliación del delito de proxenetismo: si alguien se lucra —directa o indirectamente— del contenido sexual que otra persona produce, puede ser acusado penalmente. Esto incluye parejas, managers o colaboradores.
Organizaciones como la plataforma OnlyFans o el sindicato sueco de trabajadoras sexuales han alertado sobre el impacto económico de la medida. Según sus estimaciones, miles de mujeres perderán una fuente de ingresos que les permite cierta autonomía económica. “Es una ley que dice defendernos, pero lo que hace es quitarnos derechos”, afirmaba una creadora de contenido anónima en declaraciones a medios locales.
Desde el Gobierno, la ministra de Igualdad de Género, Paulina Brandberg, ha defendido la reforma como un paso hacia la erradicación de lo que considera “formas contemporáneas de explotación sexual”. “El consentimiento no convierte automáticamente una transacción en legítima”, ha declarado. Para las autoridades suecas, incluso en el marco digital, hay una dinámica de poder que justifica la penalización de quien paga.
Lo llamativo es que esta lógica solo opera en una dirección: el deseo masculino, incluso cuando se expresa de manera privada y consentida, es considerado problemático; el femenino, en cambio, se asume como libre de toda presión estructural. Esto ha provocado una oleada de críticas tanto en medios internacionales como entre juristas suecos, que advierten del desequilibrio legal y del peligro de legislar desde una moral punitiva en lugar de proteger derechos individuales.
La reforma llega en un momento en que Suecia atraviesa un debate más amplio sobre los límites de la autonomía sexual, el papel del Estado en las decisiones privadas y la redefinición de los delitos sexuales. En este contexto, la ley se interpreta como un síntoma de un cambio cultural más profundo: uno que, en nombre del progreso, pone el foco penal casi exclusivamente sobre la figura masculina.